Un Papa convincente Benedicto XVI
Joseph Ratzinger
Introducción
Benedicto XVI:
un Papa con identidad propia
Un Papa que cae bien a los italianos
Había sido elegido Papa seis días antes (19 de abril de 2005). No había transcurrido más que uno desde la coronación y comienzo de lo que él define como «ministerio petrino». Con tal motivo, la plaza de San Pedro rebosaba de fieles, periodistas, delegaciones diplomáticas y representantes de otras Iglesias y comunidades cristianas. Entre los fieles destacaban los alemanes, sobre todo los procedentes de Baviera, donde había nacido el nuevo Papa y había transcurrido gran parte de su vida como estudiante, seminarista, conscripto, joven sacerdote, profesor universitario y arzobispo de Munich.
Fue para Benedicto XVI un día de intenso ajetreo. Se esforzó para cumplir con todos. A los periodistas, que eran alrededor de cinco mil, el nuevo Papa les dedicó veinte minutos casi cronometrados. Los indispensables para expresarles algunas ideas muy puestas en razón. Les invitó a respetar, en su trabajo, la dignidad del ser humano, sin limitarse a recordarla a los demás. Les agradeció de corazón el servicio que en las últimas semanas habían prestado a la Iglesia.
Andaba tan escaso de tiempo para lo mucho que tenía que llevar a cabo aquella mañana que, entre las lenguas empleadas al dirigir la palabra a los profesionales de la información –italiano, inglés, alemán, francés…–, olvidó una que echaron en falta los periodistas hispanohablantes. También él mismo cuando, terminado el acto, se lo recordaron. Lo compensó en el acto siguiente, que abrió empezando por el español. Fue con los miembros de otras Iglesias y religiones. Les confió que la principal tarea de su pontificado quería que fuese el compromiso por la «plena unidad de todos los cristianos en Cristo». Puso énfasis en agradecerles la participación que habían tenido en el funeral por Juan Pablo II, asegurándoles haberlo interpretado como más que «un simple acto de cortesía».
Pese a la escasez de tiempo, se obligó a cumplir serenamente con los llamados «hermanos separados». Con ello acumuló un pequeño retraso para el encuentro aún pendiente aquella mañana con sus paisanos germano-bávaros. Cuando se vio con ellos, echó mano del sentido del humor que, sin ser lo más destacado en él, le reconocen cuantos han tenido ocasión de tratarlo de cerca. Es bien sabido que la puntualidad es una más de las características que diferencian a los alemanes de los italianos, con saldo desfavorable para estos últimos. El nuevo Papa admitió, con una sonrisa, que los 23 años que llevaba viviendo en Roma lo habían italianizado un poco. Sus paisanos le perdonaron el retraso acogiendo sus palabras con un fuerte aplauso.
El hecho de que el Papa tenga su sede en Roma lo hace parecer más italiano –aun en los casos en que no lo sea de nacimiento– que universal, como se dice que es la Iglesia. Tampoco se puede ni debe olvidar algo que acaso se olvida más de la cuenta: los cardenales reunidos en cónclave eligen al obispo de Roma que, en cuanto tal, asume la jurisdicción de Pedro sobre la Iglesia. Lo que ocurre es que, imposibilitado de atender personalmente a la diócesis romana, nombra para ella un vicario, que la administra y gestiona por delegación suya.
No pasa de ser una obviedad: a los italianos, y aún más a los que viven en Roma, el Papa les cae cercano. No es que se crucen con él cuando pasean por Trastévere, por piazza Navona o por Vía Véneto. En realidad, aparte de en el Vaticano, la del Papa es una presencia frecuente en los medios de comunicación, empezando por la televisión, que todos los domingos conecta con el Vaticano a la hora del Ángelus. Desde los tiempos de Juan XXIII (1958-1963), a las 12 de la mañana de domingos y festivos el Papa se asoma a la ventana de sus apartamentos, dirige unas palabras a los fieles reunidos en la plaza de San Pedro, reza con ellos el Ángelus y los bendice. Nunca la RAI deja de trasmitir el acto en directo.
Hay coincidencia en que, desde la elección de Benedicto XVI, no ha dejado de ir en aumento la avalancha de visitantes dominicales de la plaza de San Pedro hacia la hora en que el Papa se asoma a la ventana para hablarles, rezar con ellos el Ángelus y bendecirlos, con las cámaras de la RAI como testigos. En ello influye también el hecho de que, a diario, son unas 20.000 las personas que visitan la tumba donde está enterrado Juan Pablo II.
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