Gilbert Keith Chesterton
INTRODUCCIÓN
Con Vegetarianos, imperialistas y otras plagas continuamos la publicación de la enorme colección de artículos que Chesterton escribió para el semanario Illustrated London News, desde 1905 hasta 1936. En este volumen recogemos los cincuenta y un artículos que escribió en 1907; solo el número correspondiente al 16 de noviembre en Londres, aparecido el 30 de noviembre en los Estados Unidos, carecería de artículo suyo. Durante 1907, el prolífico periodista no alumbró ningún nuevo libro; su último libro publicado había sido Charles Dickens, un extraordinario ejercicio de crítica literaria que cautivó tanto a profesionales de las letras como T. S. Eliot o a grandes hombres, como T. Roosevelt1. Sin embargo, en 1907 se fraguaban dos de las obras más duraderas: El hombre que fue jueves, que se publicaría en 1908, y Ortodoxia, cuya gestación venía ya de antes, aunque vería la luz en 1909, como indicamos en el estudio introductorio de El fin de una época. Artículos (1905-1906).
El hecho de que en los artículos escritos para el Illustrated London News Chesterton pudiera abordar cualquier asunto, salvo temática política y religiosa, ha permitido que los artículos tengan un aire intemporal que les da una permanente actualidad, porque los temas que trata Chesterton son, normalmente, primigenios, esenciales, fundantes. Porque si Chesterton habla, por ejemplo, de Shakespeare o Milton, es para encontrar en ellos razones suficientes para adscribirles a una concepción religiosa subyacente que permeaba sus vidas y obras. Escribiendo de este modo no es que Chesterton se saltara las indicaciones de sus editores, que imaginamos deseaban evitar polémicas religiosas; es, más bien, que su visión de la realidad llegaba hasta los fundamentos de la misma y era incapaz de quedarse en los meros fenómenos epidérmicos de lo que veía o leía. En todo encontraba raíces profundas, fueran teológicas o históricas. Mucho antes de que los especialistas en historia formaran la disciplina de la historia de las mentalidades, Chesterton, de modo no programado, hacía ya algo parecido. Comprendía cómo pensaban y actuaban los hombres de cada época, y por eso era capaz de advertir, sin la aplicación de complicadas metodologías, dónde se producía una obra que se anticipaba a los tiempos, o dónde surgía otra que era el último fruto de una época cuya mentalidad ya había pasado.
Una de las cuestiones en las que más insiste Chesterton en estos artículos es en la defensa de las ceremonias, de los ritos, y de los símbolos. Determinados momentos, determinados lugares o determinadas funciones están revestidas de una importancia trascendental y, por ello, se hace necesaria una advertencia, una separación, un nuevo vestido…, algo que ayude a entender que nos hallamos ante una excepción, ante algo grande o misterioso. Toda la realidad sería para Chesterton, ya de por sí, un misterio, que remite a una voluntad más grande, idea que acabará más desarrollada en el inmortal capítulo IV de Ortodoxia pero, por otra parte, su insistencia en el valor de determinados gestos nos remite al movimiento litúrgico que se gestaba desde mediados del siglo XIX y que tuvo a principios de siglo XX un desarrollo extraordinario. No obstante, como reconocía Joseph Ratzinger2, sigue siendo algo difícil de entender para el hombre contemporáneo que determinados gestos, acciones, palabras puedan tener no solo un significado trascendente, sino indeleble. La lectura de Chesterton es, no cabe duda, una buena ayuda para acercarnos a este misterio.
En muchos de los artículos puede sorprendernos ver a un Chesterton pendenciero, casi con ganas de batirse o de llegar a los puños. En defensa de Chesterton hay que decir que cuesta mucho imaginárnoslo recurriendo a los puños, con su sobrepeso y su torpeza de movimientos. Pero su actitud derivaba del convencimiento de que hay cosas que merece la pena defender. En la mentalidad del hombre y la mujer de hoy, donde entendemos que hay cosas valiosas, la mera referencia a una actitud que implique la ocasional idea de la fuerza física es casi inconcebible. Pero lo interesante es que sigue habiendo necesidad de lucha; quizá la barrera de la defensa no esté hoy en la lucha física, pero sí en el concepto de riesgo, de tener mucho que perder y de arriesgar para conservar lo bueno y ofrecerlo. La comodidad, como han advertido tanto los revolucionarios de todo signo, como los ascetas y santos cristianos, se vuelve enemiga de lo verdaderamente humano, muchas veces. Por eso Chesterton cantaba las gestas militares y heroicas, las de hombres y mujeres que creían en las cosas, en su familia, en su libertad y en su pueblo y eran capaces de dar la vida para defenderlas y legarlas a sus hijos. Buen ejemplo de esto sería después la Inglaterra de 1939 y 1940 que se quedó sola en la defensa de la civilización europea frente a la barbarie nazi. También es verdad, por otra parte, que escribir antes de las dos guerras mundiales o escribir ahora supone una importante diferencia. Pero el principio es claro. Hay cosas que hay que defender: la vida, la libertad, la familia, la ley y el orden, la Constitución, el marco de convivencia o la libertad de decir que un hombre es un hombre y que una mujer es una mujer. Cosas que hace cincuenta años parecían evidentes y que, en una civilización que se derrumba, cuesta defender en público. Extraña censura la de nuestra sociedad en que no hay una oficina censora oficial, sino centenares de guardianes del miedo que, ante una frase, son capaces de hacer una cacería; la llamada al coraje y al riesgo en defensa de la libertad y de la verdad tienen hoy tanto valor como antaño.
A pesar de que no hay ningún artículo que se titule como este libro, Chesterton juega con estas dos ideas en el artículo «El simbolismo vacío» (1 de junio de 1907). Chesterton se revolvió tanto contra el imperialismo como contra el vegetarianismo de su época. Las razones de su oposición procedían de su mirada sacramental a la naturaleza, y al papel superior que al hombre le corresponde en ella, y de su pasión por lo local y limitado, ideas diametralmente opuestas a lo que es un imperio.
Nos atrevemos a afirmar que la pasión vegetariana, en gran medida, deriva de una búsqueda sincera —equivocada a nuestro juicio— de comunión con la naturaleza, de una necesidad de purificación, de un respeto antinatural frente a la naturaleza. Chesterton, por supuesto, nunca compartió las razones del vegetarianismo, y cuanto más elevadas eran estas, más le posicionaban en su contra. Pero aun así, si hubiera tenido que elegir entre vegetarianismo e imperialismo, algo a lo que nadie le obligaba, por supuesto, tenía bien clara la respuesta.
Pablo Gutiérrez Carreras
María Isabel Abradelo de Usera