Antonio Pavía
Prólogo
Dios: el que habla y el que hace
El pueblo de Israel tiene una experiencia respecto a Dios que ningún otro pueblo de la tierra posee con respecto a sus dioses. Yavé sale a su encuentro en su historia, le habla y realiza todas y cada una de las promesas/palabras que ha pronunciado sobre él. Como muestra, recordemos la visión que Yavé mostró a Ezequiel cuando Israel estaba deportado en Babilonia. Lo que los ojos del profeta vieron fue un enorme campo de huesos, un gran cementerio que representaba la aniquilación del pueblo elegido sometido al destierro. Así se lo da a conocer Yavé a Ezequiel. Le hace saber el lamento y la más absoluta desesperanza de los israelitas: «Entonces me dijo: Hijo de hombre, estos huesos son toda la casa de Israel. Ellos andan diciendo: Se han secado nuestros huesos, se ha desvanecido nuestra esperanza, todo ha acabado para nosotros» (Ez 37,11).
Ante tan devastadora situación. Israel piensa, cree y también asume, que la historia de salvación de Dios con él ha llegado a su fin. ¿Cómo va a seguir siendo el pueblo elegido si no es ya ni siquiera pueblo? En esta situación límite, Dios, cuyo amor es infinito y que jamás se vuelve atrás en sus promesas, acontece y actúa. Anuncia al profeta una promesa increíble, inaudita, le dice que levantará al pueblo del cementerio donde yace postrado y le devolverá la tierra de la que fue desposeído. Dado que proclama una promesa que a los oídos de Ezequiel parece más bien un relato fantástico, sin fundamento lógico ni real, empeña su Palabra como garantía de que lo que le está prometiendo lo cumplirá. Le despierta de su sopor e incredulidad proclamando que Él es aquel que habla, dice y, también, el que hace: «Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis; os estableceré en vuestro suelo, y sabréis que yo, Yavé, lo digo y lo hago» (Ez 37,14).
Sabemos que la historia de la salvación de Dios con Israel alcanza su plenitud en Jesucristo. En su Encarnación se rompen las fronteras del pueblo elegido. En el Señor Jesús, la salvación de Dios se personaliza en cada hombre y mujer de la tierra entera. La mirada de Dios, que abarca toda la creación, es también mirada amorosa que penetra hasta los pliegues más profundos del corazón humano. Nadie es ajeno, nadie queda excluido ante los ojos del que se encarnó para levantar al hombre a la altura de Dios, tal y como afirman e insisten los Padres de la Iglesia. Por la Encarnación del Hijo de Dios, todos y cada uno de los seres humanos que, al igual que Israel en Babilonia, conocemos lo que es la destrucción y muerte interior, tenemos el camino abierto para hacer la experiencia de que Dios es el que habla y el que hace, el que dice y actúa, el que cumple en nosotros su Palabra liberadora.
Dios: el que habla y el que hace. Para encarnarse, primero habla. Se dirige a una persona concreta: María de Nazaret. Entramos así de lleno en lo que es el centro y contenido neurálgico de este libro. Dios habla a María y, entre el hablar y el hacer de Dios, emerge el espacio de libertad en el que esta joven, llamada a ser madre del Hijo de Dios, tiene que decidir. Desde su espacio de libertad, María se pronuncia en unos términos que no dejan lugar a la vacilación o a la duda: ¡Hágase! ¡Hágase en mí según tu Palabra!
María, en su libertad, hace posible el paso del hablar al hacer de Dios en lo que respecta a la Encarnación. Se fía de lo que oye de Él: su Palabra. Y espera, confiada y amorosamente, su hacer. En el libro de su historia no tiene ni siquiera escrita la página del día siguiente; le basta que Dios le haya confiado su Palabra. Su corazón no se proyecta al futuro siempre incierto, vive el presente. Y el presente es que ha sido visitada y alcanzada por la Palabra. Ella es su única garantía, tampoco necesita otra. Alimentada con la riquísima espiritualidad de Israel, sabe que Dios nunca ha mentido, engañado o defraudado a su pueblo cada vez que le habló a lo largo de toda su historia. Apoyada y sostenida por esta experiencia, que hace parte de su carne y de su sangre, responde a Dios: ¡Haz! ¡Aquí estoy!